Escuchar la música de Franz Liszt por primera vez es toda una experiencia a la que querrías volver una y otra vez, redescubrir ese instante de conexión con alguien completamente desconocido. Intuyes clara y profundamente que, con la música como canal infinito, dos almas son capaces de abrazarse a través del tiempo y del espacio. Este pequeño artículo es un homenaje poético a Liszt. He interpretado a Liszt en diversas ocasiones, le he dibujado, investigado, y ahora, escribo sobre él. Para comprender a semejantes artistas haría falta una vida entera. Estas líneas son un esbozo del principio de la suya, una vida llena de pasión que todavía retumba con fuerza en las nuestras.

Devorador de mundos, pagano del catolicismo más artístico y estético de Chateaubriand, revolucionario y liberal, amante y actor.
Devorador de mundos, pagano del catolicismo más artístico y estético de Chateaubriand, revolucionario y liberal, amante y actor. Mil facetas recorren el sol y la sombra del compositor, mil lunas aterradoras que vacilan ante lo desconocido. Las máscaras de Liszt en los salones de París, Roma o Budapest yacían luego en la privacidad de su residencia. Sin hogar permanente, el genial vagabundo, cruel y dividido, se atormentaba a sí mismo, agrandando el mito, expandiendo su propia tragicomedia hasta querer alcanzar el infinito que tan profundamente le inspiró Lamennais.
La duda existencial, que tanto preocupó a Liszt, el dualismo intenso de su alma, dividido entre la religión y la pasión más humana, crearon fuegos fatuos visibles en su música. Y sólo en su música puede uno hallar la respuesta, pues nunca hubo artista tan feroz, que supo traducir aquello que Lamartine, Byron o Goethe nos regalaron en sus obras. No se puede resolver el misterio que es Liszt. Sólo con la poesía se puede esclarecer más su verdad.
En el año 1811, un veintidós de octubre, en la pequeña casita blanca de Anna y Adam, nacía impaciente el eco de la revolución y el destino ciego, el pequeño Franz. Su querida madre, religiosa devota, le inspiró desde tierna edad. Los lazos que tendría con las mujeres que conoció, como una d’Agoult o Carolyne, incomprendidas ellas sobremanera, nos han legado exquisitas perlas que hoy recitamos a quienes amamos. Advertido por su padre, desde joven Liszt atraía a la tentación, pero no había pecado alguno. Él más que nadie obtuvo el secreto de la mente de la mujer, y como Goethe, guardó el eterno femenino en su corazón.
El menudo pueblo húngaro de Raiding comenzaba a perder sus hojas, sin disiparse el verde oscuro de sus tierras, como verde amanecía por primera vez la mirada de un soñador. Su padre, Adam, pianista y violinista en la corte de los Esterházy y amigo de ‘papa’ Haydn, veía como su hijo revoloteaba con seis años alrededor del piano y ardía curioso por desentrañar sus enigmas. A medida que pasaban los años el pequeño Franz aprendía y absorbía cuanto le daba una simple partitura. Sus padres, atónitos, reconocieron el genio que le subyugaría el resto de su vida. Pronto fue enviado a estudiar a la clásica Viena, cuna de la música, bajo la tutela de Czerny, el maestro de la técnica.
Con apenas once años, el pequeño Franz se disponía a dar un concierto en un auditorio de Viena, con un público exigente que había conocido al mismísimo Mozart. Eran otros tiempos, que gritaban, pidiendo a voces el romanticismo que pronto les procuraría nuestro Magyar. A partir de ese señalado día de noviembre, la música se adueñó de él para siempre.

Sus andares nerviosos hacia el piano, dejando ver una brillante cabellera rubia y una boca menuda y aristocrática, le condujeron a saludar de forma infantil y graciosa ante el público. Atrás, en la oscuridad de la sala, se encontraba sentada una delicada figura, su madre, que seguía los movimientos de Franz con hermosos y atentos ojos. Vestida de negro, su pecho respiraba nervioso y sus manos se entrelazaban prietas, mas sus labios, aunque sonrientes, dejaban intuir una expresión de traidora tristeza.
Cuando el silencio por fin obtuvo la atención de todos, arrancó Franz con un concierto de Hummel. Fuerza, expresividad, tranquilidad. Señor de su propia tierra, Franz conmovió a todo aquel presente ese día. El aplauso fue enorme. Su madre reconoció en la hermosa cara de su hijo ese resplandor, cruzando su mirada y forjando una inquietud que sería la esencia de su espíritu. Mientras, Franz se retiraba cerca de su padre.
Después de un intervalo donde cantó una encantadora señorita, Franz volvió y se sentó frente al piano. Sus dedos comenzaron a moverse, mientras su rápida mente improvisaba. Nadie en la sala osó moverse. Las respiraciones agitadas. Al acabar, el clamor del público era inmenso, sólo su madre se hundía en la sombra de su cabello, sus lágrimas recorriendo la suave cara mientras murmuraba una oración para el muchacho. Una reconocida voz la alejó de sus pensamientos, cogiéndola de la mano mientras ambos se acercaban al joven Franz. El público dejaba paso, era el Emperador, maestro y tejedor de esperanzas.
Franz les vislumbraba venir desde la distancia, su excitación cada vez mayor ante aquella figura de oscuros cabellos bellamente enmarañados y vestimenta dejada, pasada de moda. Cuando su madre llegó, la figura le asaltó por detrás mientras sonreía al joven con ternura y amabilidad. Ludwig van Beethoven besó a Franz. Sus palabras fueron la premonición misma o la causa y el origen: era él uno de los afortunados que traería alegría y consolación a muchos. Reconocido su talento por un titán de la música, Franz atesoraría este evento singular, recordándolo más tarde sólo para sus mejores amigos. Anna se estremecía ansiosa. Pero con gran coraje, y ahuyentando los fantasmas que una vida artística suele producir – el peligro, la frustración, las desdichas -, le murmuró a Franz con suave voz, ve, y que los santos te protejan y te lleven a la verdadera y única paz.
Así se consolidaba el genio de un siglo, el mito, la rareza, pero, a fin de cuentas, hombre.
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Amanda García Fernández-Escárzaga