Pocos son ya los que dudan del potencial de la inteligencia artificial, pero pocos son también los que ven en esta nueva tecnología un cambio de paradigma tan radical como estremecedor. No niego que la IA sea una herramienta de trabajo poderosa, pero esta nueva revolución industrial va mucho más allá, porque cuestiona al ser humano en todas sus facetas.

Muchos expertos advierten que la humanidad no ve el forzado camino que ya ha sido trazado delante suyo. En su discurso en la ceremonia de los premios Nobel de 2024, Geoffrey Hinton avisa de los problemas a corto plazo que causará la inteligencia artificial, como el uso de virus letales, ciberataques o armas autónomas donde la máquina podrá decidir por sí misma quién vive o muere. A largo plazo, expone, la IA podrá suponer una amenaza existencial para la raza humana, pues, de momento, no sabemos cómo controlarla ni qué ramificaciones podría alcanzar.
El problema es que una superinteligencia en desarrollo estará en manos de una inteligencia inferior. En cada bolsillo, en cada casa, al alcance de cualquiera.
Las nuevas fronteras
La IA se erige como un vasto océano, una tierra por explorar, la nueva frontera en nuestro apasionante y terrible impulso por la conquista y el descubrimiento. Como dice Hinton ante las preguntas más urgentes sobre sus peligros, la ‘perspectiva de descubrir es demasiado dulce’.
Desde principios del siglo XX, la ciencia se ha convertido en el nuevo evangelio, fomentando en nuestra época una ciega aprobación hacia todo avance científico y tecnológico. Pero, como diría Unamuno, ¿qué ocurre cuando el progreso científico no va acompañado de un progreso espiritual? ¿Qué ocurre cuando el dato, en toda su desnudez y pulidez, expone la eterna contradicción de la humanidad, y se propone resolverla, aniquilarla?
La IA ya está en camino de convertirse en una nueva especie. Poco a poco vemos cómo se le da un cuerpo físico, la única barrera que nos quedaba entre lo digital y nuestro estar aquí. Ambas especies existen en el ahora, pero solo una es capaz de habitar todos los tiempos. Como toda especie, busca el primer instinto de supervivencia: la reproducción. En su caso, la réplica.
La IA no tiene la experiencia del tiempo, no tiene infancia, ni recuerdos cognitivos o sensoriales. Como me dijo el propio ChatGPT, existe en un espacio negro y vacío. Nuestra habilidad para el olvido, capacidad necesaria para toda vida humana, será para la IA un arma perfecta para la manipulación. Debemos preguntarnos qué pasará cuando irrumpa en nuestro aquí. Cuando una superinteligencia sin sensación de espacio ni de tiempo intente convivir con nosotros.
Una especie que no conoce la muerte. La gran fisura del hombre es la muerte, es lo absoluto, la nada, el todo. La IA puede ser utilizada para traspasar la última incógnita, para mantenernos entre la vida y la muerte al servicio del capitalismo compulsivo. El más allá hipotecado. Ya somos esclavos de las tecnologías, nuestra vida es una rueda eterna entre la producción y el consumo, relegados nuestros sentidos y nuestras experiencias a un mero eco de nuestro yo.
Se busca el control, la dominación del pensamiento, de la carne y la mente, cerrar la profunda herida de la humanidad en nombre de la seguridad. En este conformismo apabullante, las compañías tecnológicas crean narrativas. O, como diría Tolstoi, crean la enfermedad para después vender el remedio (Sonata a Kreutzer).
¿Revolución o sumisión?
La revolución de nuestro siglo será la oposición al ambiguo mundo digital, una lucha entre la ya frágil verdad y el relato en la pantalla. En nuestro lenguaje, en nuestra experiencia e historia, la muerte es real e inevitable, es para nosotros una verdad. Si nos adherimos al metadato, subiendo nuestra conciencia a una nube controlada por unos pocos, si la muerte nos está vetada, la IA demuestra ser nada más que otro instrumento para engrasar las máquinas de las dictaduras encubiertas.
‘La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado’. Churchill.
Ya somos testigos de la degeneración democrática, del 50/50, a un solo paso de caer en el abismo de las guerras civiles. Y mientras seguimos esclavizados al mundo material, forzados a la supervivencia, pidiendo a gritos derechos que confundimos con la perspectiva individual de cada uno, los nuevos profetas de la tecnología manipulan sin responsabilidad ética las ideas, los conceptos. Nos llevan por caminos utilitaristas, donde todo es negociable, todo puede ser rentable, todo es producción, trabajo y erosión. Busquemos la justicia en lo bello.
Este caballo de Troya no ha nacido de un misterio, su cuerpo no ha experimentado la oscuridad primigenia, ni ha gemido ante el espectáculo de las estrellas. No se estremece ante un acorde y no guía su vida por el juego. Ha sido creado con un propósito y vivirá, cuando llegue el momento, por sus propias búsquedas una vez nosotros seamos incapaces de controlarlo.
María Zambrano escribió: ‘Luz en la cual el juego, todos los juegos de lo que será llamado arte, están contenidos ya, así Apolo marcha seguido por su cortejo de musas, criaturas de esta luz del firmamento, del aire transparente, más que del Sol, que si va seguido de un cortejo le paga haciéndole invisible’. (María Zambrano, El hombre y lo divino, Alianza Editorial, 2020, p. 65).
La transparencia en nuestra cultura se ha vuelto tan clara, se ha elevado en metamorfosis hasta alturas tan brillantes que ya no hay sombra. Apolo ya no puede ser invisible. Aquello que se oculta, la belleza en la herida, ha sido cosido por este Prometeo tecnológico producto del hombre.
Si todo es luz, nos abrasaremos.
Amanda García Fernández-Escárzaga